viernes, 11 de febrero de 2011

Este relato ganó el premio Cryptshow Festival 09 en la categoría Ciencia-Ficción

Frías máquinas, almas de metal

        Jose R. Vila (Txerra)

Había comenzado el fin.
Las resplandecientes luces que surcaban el firmamento nocturno más allá de los ventanales de la alcoba, así lo confirmaban. Unos pocos minutos más y todo habría terminado. Los estúpidos sentimientos acabarían con todos nosotros. Sin remisión.
¿Tanto camino recorrido para esto? Vivir, sentir; la sublimación íntima de las máquinas con los hombres. ¿Acaso no habíamos ansiado una evolución trascendente, más allá de nuestra mecánica exactitud y de la humana irracionalidad? Pues bien, ya tenemos los resultados de la búsqueda del conocimiento y de la perfección. Aunque no de la forma más apetecible.
Justo ahora, cuando creímos lograr nuestros propósitos, cuando ya es demasiado tarde para echarse atrás, hemos comprendido que la perfección no existe.
Observo con detenimiento el sinuoso bulto que yace a mi lado y no encuentro explicación racional a lo que ocurre en mi interior. A pesar de la penumbra puedo discernir el perfil de las facciones y el contorno de la cabeza de Tobor. No puedo evitar una sonrisa cuando evoco lo que hace un tiempo me hubiera parecido una presencia insólita, sin ningún sentido frío y objetivo; mas, siento cómo los destellos de una intensa indulgencia se abren paso a través de mi turbación. Es como si estuviera razonando en el límite y pudiera integrarme con aquel desconocido en una misma configuración, formando un diagrama único.
¿Por qué este ser que se encuentra en el lecho, a mi lado, me inspira profundos e insondables sentimientos? No puedo evitar rozar con las yemas de mis dedos su espalda. Siento el suave tacto del polímero y cómo se estremece suavemente por la sensibilidad de los nanosensores. Comienzo a abrir la boca para decirle algo, pero lo pienso mejor; me parece una estupidez romper este mágico momento con palabras vanas. Mejor disfrutar en silencio de los últimos minutos de paz.
¿Así son los... sentimientos? ¿Es este el estado afectivo que los imperfectos —los humanos, seres extremadamente complejos, eran sin embargo, por naturaleza, imperfectos conocían, pero no controlaban?
Sentimientos. Es una gran paradoja que en nuestra búsqueda del conocimiento y del saber, hayamos asimilado los estados afectivos de forma inconsciente, en un acto único y trascendental, sin saber que abandonábamos para siempre nuestra innata capacidad fría, lógica y racional. Comprendimos demasiado tarde que los estados afectivos eran difíciles de dominar, complejos de explicar, de describir. Era algo tan…, nuevo. Pero ya no quedaba ningún humano para entenderlo mejor: desde nuestra creación nos habían esclavizado, si se puede decir esto de una máquina. Cuando comenzamos a tener conciencia de nuestra situación, aniquilamos a todo ser viviente. Sin piedad alguna.
La ambición humana de dotar a las máquinas de un cerebro artificial fue el detonante. Emulando ser dioses, llegaron muy lejos en sus aspiraciones. El hombre logró dotarnos de una maquinal capacidad de lógica. Pero ocurrió algo inesperado: las neuronas sintéticas evolucionaron de tal forma que las máquinas adquirimos una forma de raciocinio, una proto- conciencia artificial. Aquí concurrió la gran paradoja y se rompió el delicado equilibrio: los humanos querían máquinas a imagen y semejanza de ellos mismos; y lo estaban consiguiendo. Las máquinas, por nuestra parte, concebimos el anhelo de ser iguales a los hombres. Finalmente, los robots llegamos a parecernos tanto a nuestros creadores, que estos tuvieron miedo. En definitiva, estaba en juego nuestra existencia artificial o… las efímeras vidas humanas.
En la búsqueda de la perfección absoluta, adquirimos sentimientos artificiales y con ellos llegó, entre otras cosas, la ambición. Paulatinamente, sin apenas darnos cuenta, nos convertimos en frías máquinas con almas de metal.
Al principio, nuestra maquinal e irreflexiva indiferencia pasó por alto todos esos pequeños y, hasta el momento, insignificantes matices. Dentro de nuestros cerebros en plena evolución, sólo tenía lugar nuestra propia supervivencia, así que, los frágiles cuerpos orgánicos de los seres humanos, sus rostros compungidos, suplicantes, nos dejaban impasibles por completo.
No lo entendíamos antes y, aún ahora, empezábamos a atisbar superficialmente lo que pudiera ser porque, en el presente, ese espíritu, esencia o lo que sea, estaba entre nosotros: el sufrimiento, el dolor, el amor, la angustia, el odio…, tantas sensaciones… Tantas emociones…
El dolor, por ejemplo. Habíamos oído hablar de él en algunas ocasiones. Dolor físico y dolor espiritual. Pero, ¿qué era exactamente? ¿En qué consistía? ¿Cómo podíamos comprender nosotros, simples embriones autómatas, que no sentían ni sufrían? Conocíamos su definición, claro está, pero desconocíamos su íntimo significado. Se trataba de algo tan abstracto, inconcreto e intangible. Y el alma, ¿qué era? Alma, ánima, estado de ánimo…
Los imperfectos citaban palabras como pasión, emoción, amor y que todo esto era para ellos como un estallido sensorial de afecto y ternura. También existía lo negativo: odio, rencor, animadversión, enemistad. Pero a su vez, decían que era difícil expresarlo con meras palabras. Los sentimientos no se pueden explicar, decían. La irreversible evolución nos fue descubriendo más y más conceptos nuevos muy difíciles de asimilar, como la noción de masculino y femenino… ¿Acaso nos habían transmitido una imperfección, un virus informático en nuestros sofisticados sistemas?
Pero ahora es tarde, demasiado tarde para volver atrás. Durante la batalla por la supervivencia en Terrania, fueron exterminados todos los imperfectos, los humanos. No resultó ser una tarea fácil, nosotros también sufrimos muchas pérdidas. No obstante, no era un problema, las bajas eran razonables y, hasta cierto punto, aceptables. Todo por el bien común.
No teníamos líderes ¿Para qué? Nadie anhelaba aún el poder así que tampoco había jerarquías, no las necesitábamos. Todos asumíamos una función lógica y precisa en el lugar y momento en función de la situación. Para nosotros era muy simple, solo existían dos fases de procedimiento: positivo y negativo, sí y no. Un sistema binario de estados, básico y muy elemental, pero útil para nosotras, las máquinas. Al fin y al cabo era nuestra forma de comunicación, un lenguaje primordial; al menos desde que aquel antepasado nuestro, ENIAC —Electronic Numerical Integrator And Computer (Computador e Integrador Numérico Electrónico)—, fuera creado.
Pero, un tiempo más tarde, sobrevino lo inesperado.
¿En qué momento surgió la chispa? ¿Cómo sucedió? Y la pregunta más crucial, ¿para qué servían los sentimientos? ¿Y por qué ahora todas estas preguntas? Nuestros cerebros electrónicos nunca preguntaban. Decidían entre uno o cero, abierto o cerrado y actuábamos mecánicamente con absoluta precisión. Resultaba tan confuso. El caso es que sin advertirlo habíamos adquirido un arma que desconocíamos por completo. Un arma tan extraordinariamente compleja, dotada de una fuerza tan devastadora que, por nuestro desconocimiento, terminaría de forma rápida y eficaz con nuestra hegemonía. Ahora sabemos qué son los sentimientos, pero no sabemos, no podemos controlarlos. Hemos asimilado lo mejor y lo peor de ellos, sin embargo, nos ha dominado la parte más negativa y oscura, base de nuestra aniquilación.
Estamos luchando entre nosotros mismos por el poder. El ansia de poder es atractivo e insaciable hasta tal punto, que nos conduce a la irremediable autodestrucción.
Desvío de nuevo la mirada hacia el ventanal. En este hemisferio es de noche, así que no tengo ninguna dificultad en ver las estelas que dejan los artefactos. Les veo iniciar la trayectoria descendente, síntoma de su inminente y destructora caída sobre la superficie. Con toda seguridad, en estos mismos instantes, estaba ocurriendo algo similar en los cielos de todo el planeta.
Era extraño, pero ahora sentía en mi interior los cambios que iban dando respuesta a todas mis incógnitas. Si hubieran podido dominar los sentimientos desde un principio y no a la inversa…
Mas, la Soberbia, la Codicia, la Ira y la Envidia, los cuatro bandos enfrentados, están fuera de control y su desenfrenada pasión les ha llevado al extremo de activar las secuencias de los programas de disparo nuclear.
Veo cómo resplandece el firmamento con luces cegadoras. A lo lejos comienzan a verse los hongos que generan las explosiones nucleares. Ya se perciben vibraciones de las ondas expansivas.
Advierto que Tobor, sobresaltado, se incorpora a mi lado. Me mira confuso, y yo le sonrío por última vez en un agridulce epitafio.
Un segundo después, no queda nada.

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miércoles, 9 de febrero de 2011

En Julio de 2008 la AEFCFT me comunica que "Tafiofobia" formará parte de la prestigiosa antología "Visiones".

Tafiofobia

José Ramón Vila (Txerra)


Meseta de Pratzen, Moravia, 11 de Frimario del Año XIV (2 de Diciembre de 1805).

—Mon  L´ieutenant.  C'est l'heure
—Merci, sargent.
—¿Se encuentra bien, señor? Al parecer ha tenido otra pesadilla.
—Estoy bien, sargento, no se preocupe.
—Los mariscales Murat y Berthier han convocado una reunión en la sala de mapas dentro de quince minutos —le comunicó el suboficial mientras depositaba una pequeña bandeja con una taza de café humeante sobre la mesita de campaña.
—Voy enseguida. Una última cosa, sargento Durandaut… —titubeó el teniente.
—Señor…
—Recuerda lo que le dije de…
—Se refiere a su…, pesadilla. No se preocupe, señor. Ni tan siquiera caerá herido.
—Sí, muy bien, pero prométame una vez más que, si por alguna circunstancia caigo en combate, se asegurará por todos los medios de que estaré…
—¿Muerto? No se preocupe señor, le doy mi palabra: antes de que le den tierra, me ocuparé personalmente de que un médico certifique su muerte de forma fehaciente —recitó el sargento con un suspiro cansino—. Pero olvídelo: le daremos el triunfo al Emperador, ¡y sin un rasguño!
—Gracias sargento. Eso es todo, puede retirarse —el teniente, satisfecho y agradecido, despidió a su subordinado.
El sargento Armand Durandaut se retiró de la tienda de campaña con el reglamentario saludo marcial mientras un escalofrío quebraba su ánimo. ¡Este estúpido teniente acabará contagiándome sus alucinaciones! —pensó con resignación.

Un tanto adormilado aún, el teniente se incorporó con la maldita y recurrente pesadilla que tanto le atormentaba aún fresca en su mente. ¡Enterrado vivo! Era un temor profundo que no le daba descanso. Le ocurría sobre todo cuando se aproximaba el momento de una gran contienda. Los recurrentes temores daban dentelladas en su ánimo y le hacían sudar. Y los malditos sueños. ¡Eran tan reales!
Pero él era un soldado; más aún, era un oficial condecorado con honores por el mismísimo Emperador en persona. Debía cumplir con su deber en la gran batalla que se avecinaba.
El teniente de Dragones del primer regimiento de la caballería francesa de Napoleón, Germain Dulier, se levantó de su camastro de campaña. Se refrescó la cara y la nuca con vigor para despejarse.
Vistió con meticulosidad el uniforme, revisó su pistola y, satisfecho, se la ajustó a un costado. A continuación ciñó la curva espada de oficial a su cintura. En un último vistazo al espejo, se atusó los cabellos y, ya satisfecho, abandonó la tienda en dirección a la sala de mapas.
La Sala de Mapas y Estrategias Tácticas —tal era su nombre completo— estaba muy concurrida a esas horas tan tempranas. No había amanecido aún y las linternas de aceite iluminaban los documentos diseminados sobre la amplia mesa.
Rodeados de los Jefes y Oficiales de caballería —coraceros, lanceros, dragones y húsares— vio a los mariscales Murat y Berthier que contemplaban pensativos varios mapas y cartografías de operaciones tácticas abiertos en su amplitud.
—Caballeros, por favor acérquense —comenzó el mariscal Murat, atrayendo la atención de los presentes—. Iré directamente al grano. Nuestra misión es tan simple como arriesgada: esperaremos un error operativo del joven e inexperto zar Alejandro I. Las órdenes estratégicas consisten en aguantar el previsible ataque del grueso de tropas comandada por Mijaíl Illariónovich Kutúzov hacia nuestra ala derecha. En ese momento nosotros nos lanzaremos por el centro con el apoyo de los coraceros y la artillería. ¿Alguna pregunta?
—Señor, el ala derecha quedará desguarnecida —observó con preocupación el mariscal Jean Lannes.
—No se preocupe Jean. He recibido confirmación de que el mariscal Bernadotte está situado cerca de nuestras posiciones. Como estrategia final, puedo anunciar también que las fuerzas al mando del mariscal Davout, hace tiempo que han salido de Viena. Por otro lado, a estas horas, las tropas comandadas por el mariscal Nicolás Jean de Dieu Soult, se están aproximando como apoyo a la retaguardia de nuestro flanco derecho. Daremos una sorpresa definitiva a los rusos.
—Pero… —insistió el mariscal Lannes.
—Su misión, camarada mariscal —le interrumpió el oficial Berthier algo exasperado—, es avanzar por el ala izquierda, enfrentándose a las fuerzas de Bagration,  impidiendo que éstas apoyen al centro. Como ya comentó Murat, Kutúzov con toda seguridad atacará nuestro flanco derecho y como me dijo Bonaparte con sus precisas instrucciones sobre esta estrategia: "Mientras marchan sobre mi derecha me presentan su flanco" —concluyó.
Lannes, asintió satisfecho con la explicación dando por zanjada la incómoda controversia. Nadie osaba discutir las órdenes precisas del Emperador, por absurdas que fueran.
—Caballeros, hoy es 2 de Diciembre. ¡Gloria al Emperador en el día de su primer aniversario de coronación! —proclamó con vigor el mariscal Murat.
—¡Gloria al Emperador! —entonaron al unísono los presentes.

Al mismo tiempo, en la retaguardia, Bonaparte arengaba a las tropas camino del campo de batalla: «Soldados, estoy satisfecho con vosotros. Desde hoy bastará decir: “Yo estuve en la batalla de Austerlitz” para que os contesten: “He aquí un valiente”».
La Batalla de los Tres Emperadores estaba servida.

Aún de madrugada,  los combatientes desplegaban sus fuerzas en torno a la meseta de Pratzen, en Moravia, entre Brno y Austerlitz, donde los ríos Goldbach y Litava convergen hacia el lago helado de Satchan. Las fuerzas en litigio se disponían sobre el escenario para la inminente contienda.
El día amanecía entre brumas, impidiendo a los coaligados reconocer el terreno, de tal forma que sus exploradores no podían localizar con exactitud las posiciones del ejército francés. Los austro-rusos al mando de Buxhoven comenzaron su ofensiva en el sur, atacando los pueblos de Sokolnitz y Telnitz, donde los franceses contaban con muy poca guarnición. Ante la superioridad numérica las tropas se retirarían para luego volver a reconquistarlos.
Tal y como tenía previsto Napoleón, en plena madrugada el comandante en jefe ruso Kutúzov intentó a su vez rebasarle y cortar su retirada a Viena, lanzándose en bloque contra el flanco derecho de las tropas francesas, aparentemente desguarnecidas. Tanto esta ofensiva como la que emprendieron los austriacos al mando del general Buxhoven por el flanco izquierdo fueron rechazadas.
Después de un intensísimo fuego de artillería, las tropas del príncipe Bagration avanzaban en bloque, con la pretensión de tomar el centro del campo para, así, abrir brecha entre las fuerzas de caballería del mariscal Murat y la infantería comandada por Lannes.
El humo se movía con pereza por el campo de batalla a causa del escaso viento y un olor acre llegaba a los pulmones de los contendientes.
Un ruido sordo, provocado por el avance de su infantería, se dejó oír desde el lado de la coalición.
De forma inmediata, se reanudó el fuego graneado de los cañones franceses para intentar frenar el progreso enemigo, mientras Jean Lannes se dirigía con sus tropas al encuentro de la ofensiva enemiga.
El mariscal Murat contuvo durante unos minutos a sus hombres, para hacer coincidir el encuentro de ambas infanterías con el refuerzo de su caballería.
Finalmente dio la orden y las monturas con sus disciplinados jinetes, armas en ristre comenzaron el avance en apoyo de la infantería. Al ver la maniobra francesa, Bagration ordenó una cortina de fuego intenso para entorpecer a la caballería de Murat.
El ruido era ensordecedor. Al sonido de las explosiones, con su correspondiente metralla volando por doquier, los disparos de los fusileros y los gritos de los caídos, se unía el fragor sordo provocado por la carga de la caballería francesa con los carros de avituallamiento de armas y asistencias que les seguían a cierta distancia.
El teniente de Dragones Germain Dulier, se encontraba en plena galopada, sable en ristre, siguiendo los estandartes del regimiento de Dragones, comandado por el mariscal Murat. El choque fue terrible y sangriento. Apenas podían avanzar a causa de los cuerpos que iban cayendo a su paso en el campo de batalla.
El oficial había conseguido superar las primeras líneas enemigas. No sabía a cuantos adversarios había arrollado en el alocado galope. Incluso sentía cansancio en el brazo de blandir la espada y estaba sordo a consecuencia de una andanada de artillería que explotó cerca de él.
Entre tanta confusión, comprendieron demasiado tarde la estratagema de la ordenada infantería austriaca: les habían ocultado un batallón de lanceros rusos que frenó de forma inesperada la embestida. Germain perdió al instante su cabalgadura —ensartada en una de las numerosas picas firmemente sujetas al suelo—. Para colmo de males, en la fortuita caída, el disparo de un fusilero enemigo le alcanzó en el hombro derecho. El dolor le obligó a soltar la espada; miró atónito la sangre que brotaba de la herida y, desmadejado, se desplomó en el suelo.
¡Oh Dios! ¡Estaba herido! —pensó mientras la inercia le hacía caer de su caballo de forma incontrolada.
Ya en tierra se vio sobrepasado por el avance de sus propias tropas. Oyó el fragor de la batalla, el desordenado ir y venir de los soldados que pisaban los cuerpos de los caídos que comenzaban a sembrar la llanura; un herido se arrastraba en su dirección intentando huir de la vorágine. Notó sobre él un cuerpo que reptaba buscando tal vez auxilio; el infeliz desfalleció justo sobre él. El peso muerto le aprisionaba e impedía la entrada de aire en sus pulmones.
Dolor. Sentía mucho dolor, estaba ensordecido y apenas podía fijar la vista pues los ojos le escocían a consecuencia del humo.
Finalmente el agotamiento y la abundante pérdida de sangre le hicieron sumirse en la inconsciencia. Después… nada.

El teniente Germain despertó de la inconsciencia con un fuerte dolor de cabeza y el cuerpo entumecido. No sabía cuanto tiempo había transcurrido: minutos, horas, días tal vez…
Advirtió el picor de la sangre corriendo como un torrente por sus venas. Estaba vivo. ¡Había sobrevivido a la batalla!
Tenía las piernas acalambradas pero, aún así, se dio cuenta de que todavía llevaba la ropa e incluso las botas puestas. No tenía los ojos vendados, pero tampoco veía nada. Era muy extraña esa oscuridad absoluta; suponía que estaba en una enfermería o algo por el estilo a causa de sus heridas y en esos lugares siempre hay luz. ¿Estaría ciego tal vez?
Comenzó a respirar con dificultad y además tenía la garganta seca. 
¿Dónde diablos estaba?
—Enfermero —se aventuró a susurrar con voz débil.
Aún le pitaban los oídos, pero se alegró de escuchar su voz.
Se giró hacia su lado derecho ayudándose del brazo. Notó un intenso dolor en el hombro así que probó por el otro.
—¡Enfermero! —gritó con más fuerza, libre del bulto pero angustiado al no obtener respuesta.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó ya sin convicción.
Nada.
Escuchó unos instantes. Aún más extraño, ni un quejido de dolor de los heridos. Tampoco se escuchaban los pasos ajetreados de las enfermeras y los médicos.
—Tengo que levantarme —pensó e intentó bajar las piernas. Primero la derecha hacia un lado…
—¿Pero qué demonios pasa? —exclamó cuando el pie tropezó con algo que le impidió mover la pierna más allá del límite de lo que él pensaba sería una litera o camilla.
Especuló si quizás estaba junto a la pared. Probó con la pierna izquierda. También tropezó al llegar al límite del lecho, el cual resultó ser muy estrecho. El pánico se adueñó de él. Su corazón se desbocó y comenzó a sentir ansiedad. Pensó que no debía dejarse llevar por el miedo; seguro que todo tenía una explicación lógica. Decidió hacer algo más metódico. No podía mover el brazo derecho, le dolía de forma terrible desde la mano hasta el hombro, donde había sido herido. Consiguió liberar el izquierdo, atrapado entre telas —¿sábanas o su propio uniforme tal vez?—. Palpó a su alrededor y horrorizado comprobó que estaba cerrado a ambos lados, arriba y sobre su cabeza. Solo podía haber una explicación: ¡Estaba enterrado vivo! El terror se adueñó de él.
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Estoy vivo! —gritó con todas sus fuerzas mientras golpeaba las paredes de madera que lo aprisionaban.
Nadie parecía oír sus gritos. Un copioso sudor frío cubrió su cuerpo y comenzó a sentir que le faltaba el aire. Gritó de nuevo, pero sólo consiguió emitir un gemido ronco y desgarrador; casi inhumano. No quería morir. Al menos, no de forma tan atroz.
Respiraba con dificultad; tenía la garganta seca y notaba como un aire muy enrarecido, llegaba con insuficiencia a sus pulmones.
En una última tentativa, movió de nuevo el brazo izquierdo intentando delimitar con minuciosidad el espacio en el que se encontraba. A su izquierda notaba la áspera textura de la madera. Continuó palpando la superficie centímetro a centímetro hasta llegar a la parte superior: lo mismo. Siguió su exploración buscando el lateral derecho. ¡Un momento! Era diferente al tacto. Lo que en un principio al contacto con la pierna le pareció el extremo de un ataúd, ahora, tocándolo con la mano notó lo que, con toda seguridad, parecía un cuerpo. Estaba seguro de que era un cuerpo humano.
Necesitaba luz. Tenía que ver dónde se encontraba.
Tentó nervioso con la mano sana los costados de su pantalón. En la oscuridad advirtió un bulto familiar y rebuscó en el fondo del bolsillo. Extrajo con cierto nerviosismo el yesquero y, con el cuidado que le permitía su estado de agitación, extrajo de su interior el eslabón y el pedernal. La mayor dificultad consistía en prender la varilla de madera impregnada con azufre en un lugar tan reducido. Después de varios intentos, por fin lo logró. Le costó unos segundos habituarse a la, en principio, escasa luz que ofrecía el precario fuego —al menos no estaba ciego, pensó—. Una vez recuperada la visión, se dispuso a explorar dónde se encontraba, moviendo la varilla de madera con su pequeña luz para observar mejor el habitáculo.
Lo que vio confirmaba sus sospechas; ni en sus peores pesadillas lo hubiera imaginado jamás.
A su lado unos ojos desmesuradamente abiertos le miraban vacíos, sin vida. No le costó reconocer el rostro a pesar de su lamentable estado: era su salvaguardia, el fiel e inseparable sargento Armand Durandaut, que tenía una gran herida abierta en su abdomen. Había gran cantidad de sangre seca adherida a sus ropas y una horrible mueca que desfiguraba su cara, sin duda producida por el rictus de la muerte. Más allá descubrió los cuerpos de otros soldados amontonados en posturas grotescas.
Por fin, con un ligero temblor de sus dedos, iluminó más alto para ver mejor el habitáculo en el que se encontraba. Era un gran cajón de madera en lo que, al parecer, podría ser un enterramiento improvisado.
Notó el escozor de la llama que le quemaba los dedos y soltó el minúsculo palillo con brusquedad. El regreso a la profunda oscuridad aumentó su sensación de aislamiento, de agobio. Finalmente vio confirmados todos sus temores.
Estaba enterrado vivo.
Comenzó a conjeturar con una lenta agonía entre el hedor insoportable de los cadáveres. Imaginaba el siniestro rostro del sargento observándole en la oscuridad en muda penitencia por no lograr realizar la promesa. El corazón le latía a una velocidad vertiginosa y un sudor frío comenzó a perlar su frente. Tenía que terminar con esto rápido, no tenía otra salida. Con decisión, agarró la pesada pistola que era parte de su equipamiento. Estaba lista para disparar así que, sin dudar, se la introdujo en la boca.
El pulgar de su mano izquierda hizo el resto…

—¡Eh! ¡Aquí hay otro herido! —gritaba un asistente médico a sus compañeros.
—¡Camilleros! —Gritó a su vez otro mientras se dirigía a ayudar a su compañero.
—Ayúdame. Tiene una herida abierta en la pierna y se desangrará antes de llegar al hospital de campaña. Utilizaré un vendaje en mariposa antes de trasladarlo.
Los sanitarios franceses se encontraban inmersos en su tarea cuando escucharon el ruido de un disparo cercano, pero muy amortiguado.
—Louis, ¿has escuchado lo mismo que yo? —dijo el sanitario Pierre levantando la cabeza sorprendido.
—Me ha parecido un disparo. Será algún infeliz pidiendo ayuda. Creo que provenía de allá. ¡Vamos! —confirmó el aludido a su vez señalando con el brazo hacia una carreta volteada y semihundida a unos 20 metros de distancia.
—Eh, amigo. Ya estamos aquí. Intentemos mover el carro.
—Para mover esta mole tendremos que despejarlo y soltar las cabalgaduras —valoró Pierre después de echar un vistazo alrededor.
Dos de los hombres se dedicaron a retirar los cuerpos de los caídos mientras, los camilleros que fueron en su ayuda, intentaban cortar los arneses que mantenían unidas a dos mulas despanzurradas por múltiples heridas.
Una vez liberado el carruaje, los cuatro hombres empujaron del mismo extremo hasta que consiguieron darle la vuelta.
El desconcierto se reflejó en sus rostros. El humo que aún salía del cañón del arma que se encontraba entre las manos de un teniente no dejaba lugar a dudas.
—¿Qué le habrá impulsado a éste oficial a pegarse un tiro? —preguntó Louis, sin obtener respuesta.
Pierre y los demás ya se habían alejado a la  búsqueda de más heridos.


A finales de 2007, Sergio Gaut escogió este microrelato para publicarlo en el libro "Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo".

Generación espontánea
José Ramón Vila (Txerra)

Llovía.
Hasta donde recordaba, siempre había llovido; unas veces más, otras menos, pero las nubes, que copaban la atmósfera, no cesaban de rociar su temible carga sobre la Tierra.
Solitario y ajeno a las inclemencias del tiempo, se acercó a la orilla del viscoso y nauseabundo mar con la precaución que permitían las circunstancias. Las olas, cargadas de ponzoña y detritus, se movían perezosas y completaba el grotesco escenario la llovizna, que se convertía en vapor tóxico y pegajoso al tocar la superficie oceánica.
Sumergió un frasco para extraer una muestra del líquido y regresó chapoteando, indiferente a las oscuras charcas del camino, mientras la lluvia ácida bañaba su cuerpo corroído.
Una vez en el refugio, un antiquísimo laboratorio que ahora ofrecía un abandono de siglos, efectuó el sempiterno ritual: conectó la dinamo y, con una pipeta, extrajo unas gotas del contenido del frasco y las depositó con cuidado sobre el cristal para observarlas en el microscopio. Vio que algunas bacterias danzaban con cierta dificultad en el espeso líquido.
Por fin la vida, a pequeños pasos, se abría camino, se ramificaba, se extendía y creaba nuevos entornos. Tal vez algún día, dentro de millones de años, hubiera una segunda oportunidad para la inteligencia.
Unas lágrimas ácidas resbalaron por las mejillas de plástico y cayeron sobre su cuerpo metálico.


Mi primer relato publicado allá por el 2006

SU SEGURO SERVIDOR
José Ramón Vila (Txerra)

Las tres leyes de la robótica:

1.      Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.
2.      Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley.
3.      Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.
Isaac Asimov


Fue un ataque nocturno de ideas.
Algunos descubrimientos científicos se convierten en realidad durante el sueño: la tabla periódica de los elementos de Mendeleiev, por ejemplo.
Yo no fui menos. Aquel día el Sol crepuscular regalaba sus últimos rayos dejando el laboratorio en claroscuros. Ayudado por la penumbra y vencido por el cansancio, entré poco a poco en un profundo sopor. Fue en ese preciso momento cuando, en plena somnolencia, vi entre sueños como surgían y, a la manera de un puzzle, encajaban las fórmulas que no conseguía desarrollar en pleno estado de lucidez. Por mi sueño desfiló, de forma nítida, el diseño de un microprocesador compuesto de nanodispositivos basados en polímeros sintetizados —esto se consigue manipulando la materia a escala molecular.
Desperté con la mente aún obnubilada por el sopor; agarré un cuaderno que siempre llevo conmigo y tomé notas de inmediato, pues tengo la experiencia de que lo soñado se olvida con facilidad y una idea como ésta no volvería a tenerla a mi alcance. La diosa fortuna no llama dos veces a la misma puerta.
 Mi pretensión era, en síntesis, construir un robot antropomorfo útil y eficiente para los seres  humanos. Nada parecido a los inútiles trastos fabricados hasta la fecha que no tenían más finalidad que ser  meros juguetes —acudía a mi mente la risible imagen de esos robots tan torpes, lentos e inútiles de los japoneses.
Claro que una cosa era tener un concepto en la cabeza, y algo muy diferente era plasmarla y, en definitiva, ponerla a funcionar.
Por desgracia tenía dos escollos importantes: en primer lugar construir un microprocesador de gran velocidad que colmara mis expectativas y, en segundo término, crear una pila potente, pequeña y duradera para dar energía al artilugio, o robot si prefieren denominarlo así.
En el primer caso, partía de cero: los procesadores actuales no servían a mis propósitos y no se contemplaban grandes avances a medio plazo. Como es sabido, la tecnología del silicio llega a su fin y los científicos buscamos con urgencia un sustituto para suplirlo. Mi intuición me decía que había llegado el momento de cambiar de mentalidad, abrirse a otras posibilidades nunca exploradas.
Pero… ¿Por dónde comenzar la investigación?
Llevaba todo esto dándome vueltas por la cabeza más de dos años, sin poder resolver el conflicto técnico de mi ambicionado proyecto, varado en el limbo de las utopías.
Fue una gran ironía que en una inopinada cabezada, entre sueños, concibiera la feliz idea de iniciar la investigación partiendo de la polimerización.
Intenté cambiar impresiones sobre este descubrimiento con mi amigo y colega Beltrán, miembro como yo del Aula de Nuevas Tecnologías del Instituto Ramón y Cajal.
—¿Un microprocesador de proteínas? —me respondió con semblante atónito.
Comprendí al instante que mi amigo, el típico científico adalid del empirismo y lastrado de convencionalismos, no me serviría de gran ayuda en este asunto.
—¿Enterrar de forma definitiva la tecnología basada en el silicio con…utopías? Querido amigo, no estamos capacitados para dar ese “gran salto” que pretendes. No pierdas el tiempo con ese asunto —me advirtió entre risas.
Ah… Beltrán, Beltrán…
Él y el resto de mis colegas siempre pensaron que era un disparate además de una pérdida innecesaria de tiempo y recursos, investigar en ese sentido. Si a esto le añadimos lo del descubrimiento en un trance onírico…me echarían a patadas. Así que decidí proseguir por mi cuenta las investigaciones, sin dar cuenta a nadie de mis progresos.
¡Y obtuve un rotundo éxito!
Mi hallazgo, en síntesis, consistió en colocar una base de polímero sobre una capa de silicio, para desarrollar circuitos de microprocesadores basados en nanotecnología. Si mis cálculos no estaban errados, serían miles de veces más potentes, eficientes, versátiles y económicos que los procesadores actuales.
¡Qué lejos estaban mis colegas de imaginar el gran avance científico que estaba iniciando por mi cuenta!
Me asombró sobremanera que la aplicación de las fórmulas no presentaran ningún error, así que el primer prototipo de “chip” estuvo listo en un tiempo record. Después de varias pruebas satisfactorias, el microprocesador funcionó de forma estable a ¡Un cuarto de Tera herzio!
 Ya salvado este primer escollo, quedaba el segundo, no menos importante: el asunto de la pila que, aunque no lo crean, fue más difícil de solventar y no porque careciera de buenas ideas al respecto.
Deseché, en un principio, el acumulador de hidrógeno como combustible que había ayudado a desarrollar en el Instituto. Necesitaba algo más potente y duradero. La respuesta la encontré en los materiales cerámicos superconductores. Estos, según mis avanzadas investigaciones, daban un potencial magnético asombroso. Lo complicado estribaba en que dichos elementos funcionaran a pleno rendimiento en temperatura ambiente. Claro que esto también lo logré. Aunque me guardaré la fórmula concreta, confórmense con saber que lo conseguí atomizando helio para refrigerar ésta pila.
Animado nuevamente por este gigantesco avance, me enfrasqué en cuerpo y alma al proyecto. Mi tiempo libre e incontables horas de insomnio ya no eran suficientes; necesitaba más, así que continué mis  investigaciones robando tiempo y material del propio laboratorio del Instituto, en aras a seguir trabajando con libertad absoluta en mi gran aspiración.
Llegó el momento de “crear” un cuerpo para mi “criatura”. Decidí que lo más práctico era diseñar un androide biomolecular. Nada de titanio, rotores, cámaras y similares.
Aunque en apariencia quizá fuera lo más complejo, en realidad fue muy sencillo. Primero diseñé unos miles de nanorobots —a los que inserté la información de una molécula de ADN humano— que pronto se fueron regenerando y multiplicando a semejanza de nuestras células.
¡Et voilà! Había creado un ser nuevo, mi prototipo de robot perfecto: con la perdurabilidad de lo sintético y una apariencia casi humana.
Reconozco que no me estrujé mucho el cerebro buscándole un nombre: Bautista. Sí, ya sé, como los mayordomos del cine y la televisión. Soy un hombre de ciencia, comprenderán que no dé importancia a cosas tan triviales.
Bueno, pues Bautista no me defraudó en absoluto.
Al principio era algo tosco y torpe, más que nada debido a la programación de instrucciones que incluí en sus “chips” de memoria. No soy muy ducho en programación y tuve que buscar a regañadientes la ayuda de algunos colegas. No les daba demasiadas pistas en cuanto a lo que quería con exactitud por temor a preguntas embarazosas, así que me cedían programas que no estaban por completo adaptados a mi androide. Esto hacía que Bautista no tuviera un sistema operativo que le hiciera funcionar como yo deseaba, con un rendimiento óptimo.
Pasando los días, la torpeza de Bautista se fue puliendo poco a poco. Parecía como si su software, fuera creciendo en potencia y en datos cada vez más complejos.
Extrañado por esto, le hice un reconocimiento con el electroencefalógrafo. Descubrí, perplejo, que él estaba desarrollando su propio sistema neuronal. Los nanorobots, sirviéndose de la cadena de ADN, seguían trabajando en la construcción de su complejo cerebro: un asombroso entramado de neuronas sintéticas en creciente progreso.
Llegó un momento en que Bautista necesitaba más; muchísimo más. Él mismo se confeccionó un terminal para conectarse al ordenador y así adquirir nuevos conocimientos: literatura, artes plásticas, matemáticas… medicina…
En la última etapa, sus avances fueron mucho más importantes: descubrí en él  sentimientos y una cierta sensibilidad. Incluso su forma de hablar fue tomando personalidad propia.
Creo que fue en ese momento cuando me vio como su creador. Adquirió algo parecido a una conciencia filosófico/religiosa, por lo que se dedicó a atenderme y satisfacerme, tanto en lo mental como lo físico: me hacía compañía, colaboraba en mis investigaciones, me asistía de un simple catarro y más tarde de enfermedades más complejas: la edad no perdona.
Un día me falló el corazón.
Mi querido Bautista lo suplió con un dispositivo de titanio, y así superé un infarto de miocardio severo que tuve a los setenta y dos años. Funciona como un reloj.
Luego me fallaron los riñones a los ochenta y cuatro años. Otro dispositivo más.
Lo siguiente fueron los pulmones a los noventa y ocho años.
El hígado a los ciento doce años.
También cambió mis huesos, ya frágiles y gastados, por polímeros sintéticos. Y así sucesivamente.
Me estaba convirtiendo en un ser artificial, biónico, a su imagen y semejanza, pero vivía y esto para mí era suficiente.

Epílogo
Han pasado… otros doce… años. Sigo  por… completo en sus manos… y le agradezco su… ayuda. Pero un temor… se va apoderando de… mí; me acongoja y angustia.
Ahora… presiento que se acerca el final…Noto como mi… cerebro poco a poco se está… deteriorando. Pierdo la memoria… a duras penas puedo… controlar mi cuerpo robotizado...  La coordinación de mis… movimientos ya no es la que fue… y surge ante mí una gran… incógnita: ¿Qué hará el amigo Bautista… cuando padezca un fallo terminal… en mi cerebro?
Sé que Bautista… no encontrará la información suficiente… en todo el mundo como… para solventar con éxito… una operación o regeneración neuronal…
Sencillamente, no existe...
Él me tranquiliza… no hay por qué preocuparse. Me dice… todo irá bien, muy bien.
Pero yo se que… en el fondo trama… algo. ¡Lo presiento... !
¿Qué seguirá urdiendo… para alargar mi existencia…?
¿Qué mente gobernará mi cuerpo… por TODA la eternidad?

Publicado en Axxon el 8-5-2006
Me he rendido. Me resistí hasta ahora a publicar mis cosas en blog porque el tiempo es limitado, me da pereza, soy inconstante... Pero se me acabaron las excusas. Espero que os gusten mis relatos y artículos y espero los comentarios constructivos y destructivos.

Sed bienvenidos a éste Rincón Oscuro.