miércoles, 9 de febrero de 2011

En Julio de 2008 la AEFCFT me comunica que "Tafiofobia" formará parte de la prestigiosa antología "Visiones".

Tafiofobia

José Ramón Vila (Txerra)


Meseta de Pratzen, Moravia, 11 de Frimario del Año XIV (2 de Diciembre de 1805).

—Mon  L´ieutenant.  C'est l'heure
—Merci, sargent.
—¿Se encuentra bien, señor? Al parecer ha tenido otra pesadilla.
—Estoy bien, sargento, no se preocupe.
—Los mariscales Murat y Berthier han convocado una reunión en la sala de mapas dentro de quince minutos —le comunicó el suboficial mientras depositaba una pequeña bandeja con una taza de café humeante sobre la mesita de campaña.
—Voy enseguida. Una última cosa, sargento Durandaut… —titubeó el teniente.
—Señor…
—Recuerda lo que le dije de…
—Se refiere a su…, pesadilla. No se preocupe, señor. Ni tan siquiera caerá herido.
—Sí, muy bien, pero prométame una vez más que, si por alguna circunstancia caigo en combate, se asegurará por todos los medios de que estaré…
—¿Muerto? No se preocupe señor, le doy mi palabra: antes de que le den tierra, me ocuparé personalmente de que un médico certifique su muerte de forma fehaciente —recitó el sargento con un suspiro cansino—. Pero olvídelo: le daremos el triunfo al Emperador, ¡y sin un rasguño!
—Gracias sargento. Eso es todo, puede retirarse —el teniente, satisfecho y agradecido, despidió a su subordinado.
El sargento Armand Durandaut se retiró de la tienda de campaña con el reglamentario saludo marcial mientras un escalofrío quebraba su ánimo. ¡Este estúpido teniente acabará contagiándome sus alucinaciones! —pensó con resignación.

Un tanto adormilado aún, el teniente se incorporó con la maldita y recurrente pesadilla que tanto le atormentaba aún fresca en su mente. ¡Enterrado vivo! Era un temor profundo que no le daba descanso. Le ocurría sobre todo cuando se aproximaba el momento de una gran contienda. Los recurrentes temores daban dentelladas en su ánimo y le hacían sudar. Y los malditos sueños. ¡Eran tan reales!
Pero él era un soldado; más aún, era un oficial condecorado con honores por el mismísimo Emperador en persona. Debía cumplir con su deber en la gran batalla que se avecinaba.
El teniente de Dragones del primer regimiento de la caballería francesa de Napoleón, Germain Dulier, se levantó de su camastro de campaña. Se refrescó la cara y la nuca con vigor para despejarse.
Vistió con meticulosidad el uniforme, revisó su pistola y, satisfecho, se la ajustó a un costado. A continuación ciñó la curva espada de oficial a su cintura. En un último vistazo al espejo, se atusó los cabellos y, ya satisfecho, abandonó la tienda en dirección a la sala de mapas.
La Sala de Mapas y Estrategias Tácticas —tal era su nombre completo— estaba muy concurrida a esas horas tan tempranas. No había amanecido aún y las linternas de aceite iluminaban los documentos diseminados sobre la amplia mesa.
Rodeados de los Jefes y Oficiales de caballería —coraceros, lanceros, dragones y húsares— vio a los mariscales Murat y Berthier que contemplaban pensativos varios mapas y cartografías de operaciones tácticas abiertos en su amplitud.
—Caballeros, por favor acérquense —comenzó el mariscal Murat, atrayendo la atención de los presentes—. Iré directamente al grano. Nuestra misión es tan simple como arriesgada: esperaremos un error operativo del joven e inexperto zar Alejandro I. Las órdenes estratégicas consisten en aguantar el previsible ataque del grueso de tropas comandada por Mijaíl Illariónovich Kutúzov hacia nuestra ala derecha. En ese momento nosotros nos lanzaremos por el centro con el apoyo de los coraceros y la artillería. ¿Alguna pregunta?
—Señor, el ala derecha quedará desguarnecida —observó con preocupación el mariscal Jean Lannes.
—No se preocupe Jean. He recibido confirmación de que el mariscal Bernadotte está situado cerca de nuestras posiciones. Como estrategia final, puedo anunciar también que las fuerzas al mando del mariscal Davout, hace tiempo que han salido de Viena. Por otro lado, a estas horas, las tropas comandadas por el mariscal Nicolás Jean de Dieu Soult, se están aproximando como apoyo a la retaguardia de nuestro flanco derecho. Daremos una sorpresa definitiva a los rusos.
—Pero… —insistió el mariscal Lannes.
—Su misión, camarada mariscal —le interrumpió el oficial Berthier algo exasperado—, es avanzar por el ala izquierda, enfrentándose a las fuerzas de Bagration,  impidiendo que éstas apoyen al centro. Como ya comentó Murat, Kutúzov con toda seguridad atacará nuestro flanco derecho y como me dijo Bonaparte con sus precisas instrucciones sobre esta estrategia: "Mientras marchan sobre mi derecha me presentan su flanco" —concluyó.
Lannes, asintió satisfecho con la explicación dando por zanjada la incómoda controversia. Nadie osaba discutir las órdenes precisas del Emperador, por absurdas que fueran.
—Caballeros, hoy es 2 de Diciembre. ¡Gloria al Emperador en el día de su primer aniversario de coronación! —proclamó con vigor el mariscal Murat.
—¡Gloria al Emperador! —entonaron al unísono los presentes.

Al mismo tiempo, en la retaguardia, Bonaparte arengaba a las tropas camino del campo de batalla: «Soldados, estoy satisfecho con vosotros. Desde hoy bastará decir: “Yo estuve en la batalla de Austerlitz” para que os contesten: “He aquí un valiente”».
La Batalla de los Tres Emperadores estaba servida.

Aún de madrugada,  los combatientes desplegaban sus fuerzas en torno a la meseta de Pratzen, en Moravia, entre Brno y Austerlitz, donde los ríos Goldbach y Litava convergen hacia el lago helado de Satchan. Las fuerzas en litigio se disponían sobre el escenario para la inminente contienda.
El día amanecía entre brumas, impidiendo a los coaligados reconocer el terreno, de tal forma que sus exploradores no podían localizar con exactitud las posiciones del ejército francés. Los austro-rusos al mando de Buxhoven comenzaron su ofensiva en el sur, atacando los pueblos de Sokolnitz y Telnitz, donde los franceses contaban con muy poca guarnición. Ante la superioridad numérica las tropas se retirarían para luego volver a reconquistarlos.
Tal y como tenía previsto Napoleón, en plena madrugada el comandante en jefe ruso Kutúzov intentó a su vez rebasarle y cortar su retirada a Viena, lanzándose en bloque contra el flanco derecho de las tropas francesas, aparentemente desguarnecidas. Tanto esta ofensiva como la que emprendieron los austriacos al mando del general Buxhoven por el flanco izquierdo fueron rechazadas.
Después de un intensísimo fuego de artillería, las tropas del príncipe Bagration avanzaban en bloque, con la pretensión de tomar el centro del campo para, así, abrir brecha entre las fuerzas de caballería del mariscal Murat y la infantería comandada por Lannes.
El humo se movía con pereza por el campo de batalla a causa del escaso viento y un olor acre llegaba a los pulmones de los contendientes.
Un ruido sordo, provocado por el avance de su infantería, se dejó oír desde el lado de la coalición.
De forma inmediata, se reanudó el fuego graneado de los cañones franceses para intentar frenar el progreso enemigo, mientras Jean Lannes se dirigía con sus tropas al encuentro de la ofensiva enemiga.
El mariscal Murat contuvo durante unos minutos a sus hombres, para hacer coincidir el encuentro de ambas infanterías con el refuerzo de su caballería.
Finalmente dio la orden y las monturas con sus disciplinados jinetes, armas en ristre comenzaron el avance en apoyo de la infantería. Al ver la maniobra francesa, Bagration ordenó una cortina de fuego intenso para entorpecer a la caballería de Murat.
El ruido era ensordecedor. Al sonido de las explosiones, con su correspondiente metralla volando por doquier, los disparos de los fusileros y los gritos de los caídos, se unía el fragor sordo provocado por la carga de la caballería francesa con los carros de avituallamiento de armas y asistencias que les seguían a cierta distancia.
El teniente de Dragones Germain Dulier, se encontraba en plena galopada, sable en ristre, siguiendo los estandartes del regimiento de Dragones, comandado por el mariscal Murat. El choque fue terrible y sangriento. Apenas podían avanzar a causa de los cuerpos que iban cayendo a su paso en el campo de batalla.
El oficial había conseguido superar las primeras líneas enemigas. No sabía a cuantos adversarios había arrollado en el alocado galope. Incluso sentía cansancio en el brazo de blandir la espada y estaba sordo a consecuencia de una andanada de artillería que explotó cerca de él.
Entre tanta confusión, comprendieron demasiado tarde la estratagema de la ordenada infantería austriaca: les habían ocultado un batallón de lanceros rusos que frenó de forma inesperada la embestida. Germain perdió al instante su cabalgadura —ensartada en una de las numerosas picas firmemente sujetas al suelo—. Para colmo de males, en la fortuita caída, el disparo de un fusilero enemigo le alcanzó en el hombro derecho. El dolor le obligó a soltar la espada; miró atónito la sangre que brotaba de la herida y, desmadejado, se desplomó en el suelo.
¡Oh Dios! ¡Estaba herido! —pensó mientras la inercia le hacía caer de su caballo de forma incontrolada.
Ya en tierra se vio sobrepasado por el avance de sus propias tropas. Oyó el fragor de la batalla, el desordenado ir y venir de los soldados que pisaban los cuerpos de los caídos que comenzaban a sembrar la llanura; un herido se arrastraba en su dirección intentando huir de la vorágine. Notó sobre él un cuerpo que reptaba buscando tal vez auxilio; el infeliz desfalleció justo sobre él. El peso muerto le aprisionaba e impedía la entrada de aire en sus pulmones.
Dolor. Sentía mucho dolor, estaba ensordecido y apenas podía fijar la vista pues los ojos le escocían a consecuencia del humo.
Finalmente el agotamiento y la abundante pérdida de sangre le hicieron sumirse en la inconsciencia. Después… nada.

El teniente Germain despertó de la inconsciencia con un fuerte dolor de cabeza y el cuerpo entumecido. No sabía cuanto tiempo había transcurrido: minutos, horas, días tal vez…
Advirtió el picor de la sangre corriendo como un torrente por sus venas. Estaba vivo. ¡Había sobrevivido a la batalla!
Tenía las piernas acalambradas pero, aún así, se dio cuenta de que todavía llevaba la ropa e incluso las botas puestas. No tenía los ojos vendados, pero tampoco veía nada. Era muy extraña esa oscuridad absoluta; suponía que estaba en una enfermería o algo por el estilo a causa de sus heridas y en esos lugares siempre hay luz. ¿Estaría ciego tal vez?
Comenzó a respirar con dificultad y además tenía la garganta seca. 
¿Dónde diablos estaba?
—Enfermero —se aventuró a susurrar con voz débil.
Aún le pitaban los oídos, pero se alegró de escuchar su voz.
Se giró hacia su lado derecho ayudándose del brazo. Notó un intenso dolor en el hombro así que probó por el otro.
—¡Enfermero! —gritó con más fuerza, libre del bulto pero angustiado al no obtener respuesta.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó ya sin convicción.
Nada.
Escuchó unos instantes. Aún más extraño, ni un quejido de dolor de los heridos. Tampoco se escuchaban los pasos ajetreados de las enfermeras y los médicos.
—Tengo que levantarme —pensó e intentó bajar las piernas. Primero la derecha hacia un lado…
—¿Pero qué demonios pasa? —exclamó cuando el pie tropezó con algo que le impidió mover la pierna más allá del límite de lo que él pensaba sería una litera o camilla.
Especuló si quizás estaba junto a la pared. Probó con la pierna izquierda. También tropezó al llegar al límite del lecho, el cual resultó ser muy estrecho. El pánico se adueñó de él. Su corazón se desbocó y comenzó a sentir ansiedad. Pensó que no debía dejarse llevar por el miedo; seguro que todo tenía una explicación lógica. Decidió hacer algo más metódico. No podía mover el brazo derecho, le dolía de forma terrible desde la mano hasta el hombro, donde había sido herido. Consiguió liberar el izquierdo, atrapado entre telas —¿sábanas o su propio uniforme tal vez?—. Palpó a su alrededor y horrorizado comprobó que estaba cerrado a ambos lados, arriba y sobre su cabeza. Solo podía haber una explicación: ¡Estaba enterrado vivo! El terror se adueñó de él.
—¡Socorro! ¡Que alguien me ayude! ¡Estoy vivo! —gritó con todas sus fuerzas mientras golpeaba las paredes de madera que lo aprisionaban.
Nadie parecía oír sus gritos. Un copioso sudor frío cubrió su cuerpo y comenzó a sentir que le faltaba el aire. Gritó de nuevo, pero sólo consiguió emitir un gemido ronco y desgarrador; casi inhumano. No quería morir. Al menos, no de forma tan atroz.
Respiraba con dificultad; tenía la garganta seca y notaba como un aire muy enrarecido, llegaba con insuficiencia a sus pulmones.
En una última tentativa, movió de nuevo el brazo izquierdo intentando delimitar con minuciosidad el espacio en el que se encontraba. A su izquierda notaba la áspera textura de la madera. Continuó palpando la superficie centímetro a centímetro hasta llegar a la parte superior: lo mismo. Siguió su exploración buscando el lateral derecho. ¡Un momento! Era diferente al tacto. Lo que en un principio al contacto con la pierna le pareció el extremo de un ataúd, ahora, tocándolo con la mano notó lo que, con toda seguridad, parecía un cuerpo. Estaba seguro de que era un cuerpo humano.
Necesitaba luz. Tenía que ver dónde se encontraba.
Tentó nervioso con la mano sana los costados de su pantalón. En la oscuridad advirtió un bulto familiar y rebuscó en el fondo del bolsillo. Extrajo con cierto nerviosismo el yesquero y, con el cuidado que le permitía su estado de agitación, extrajo de su interior el eslabón y el pedernal. La mayor dificultad consistía en prender la varilla de madera impregnada con azufre en un lugar tan reducido. Después de varios intentos, por fin lo logró. Le costó unos segundos habituarse a la, en principio, escasa luz que ofrecía el precario fuego —al menos no estaba ciego, pensó—. Una vez recuperada la visión, se dispuso a explorar dónde se encontraba, moviendo la varilla de madera con su pequeña luz para observar mejor el habitáculo.
Lo que vio confirmaba sus sospechas; ni en sus peores pesadillas lo hubiera imaginado jamás.
A su lado unos ojos desmesuradamente abiertos le miraban vacíos, sin vida. No le costó reconocer el rostro a pesar de su lamentable estado: era su salvaguardia, el fiel e inseparable sargento Armand Durandaut, que tenía una gran herida abierta en su abdomen. Había gran cantidad de sangre seca adherida a sus ropas y una horrible mueca que desfiguraba su cara, sin duda producida por el rictus de la muerte. Más allá descubrió los cuerpos de otros soldados amontonados en posturas grotescas.
Por fin, con un ligero temblor de sus dedos, iluminó más alto para ver mejor el habitáculo en el que se encontraba. Era un gran cajón de madera en lo que, al parecer, podría ser un enterramiento improvisado.
Notó el escozor de la llama que le quemaba los dedos y soltó el minúsculo palillo con brusquedad. El regreso a la profunda oscuridad aumentó su sensación de aislamiento, de agobio. Finalmente vio confirmados todos sus temores.
Estaba enterrado vivo.
Comenzó a conjeturar con una lenta agonía entre el hedor insoportable de los cadáveres. Imaginaba el siniestro rostro del sargento observándole en la oscuridad en muda penitencia por no lograr realizar la promesa. El corazón le latía a una velocidad vertiginosa y un sudor frío comenzó a perlar su frente. Tenía que terminar con esto rápido, no tenía otra salida. Con decisión, agarró la pesada pistola que era parte de su equipamiento. Estaba lista para disparar así que, sin dudar, se la introdujo en la boca.
El pulgar de su mano izquierda hizo el resto…

—¡Eh! ¡Aquí hay otro herido! —gritaba un asistente médico a sus compañeros.
—¡Camilleros! —Gritó a su vez otro mientras se dirigía a ayudar a su compañero.
—Ayúdame. Tiene una herida abierta en la pierna y se desangrará antes de llegar al hospital de campaña. Utilizaré un vendaje en mariposa antes de trasladarlo.
Los sanitarios franceses se encontraban inmersos en su tarea cuando escucharon el ruido de un disparo cercano, pero muy amortiguado.
—Louis, ¿has escuchado lo mismo que yo? —dijo el sanitario Pierre levantando la cabeza sorprendido.
—Me ha parecido un disparo. Será algún infeliz pidiendo ayuda. Creo que provenía de allá. ¡Vamos! —confirmó el aludido a su vez señalando con el brazo hacia una carreta volteada y semihundida a unos 20 metros de distancia.
—Eh, amigo. Ya estamos aquí. Intentemos mover el carro.
—Para mover esta mole tendremos que despejarlo y soltar las cabalgaduras —valoró Pierre después de echar un vistazo alrededor.
Dos de los hombres se dedicaron a retirar los cuerpos de los caídos mientras, los camilleros que fueron en su ayuda, intentaban cortar los arneses que mantenían unidas a dos mulas despanzurradas por múltiples heridas.
Una vez liberado el carruaje, los cuatro hombres empujaron del mismo extremo hasta que consiguieron darle la vuelta.
El desconcierto se reflejó en sus rostros. El humo que aún salía del cañón del arma que se encontraba entre las manos de un teniente no dejaba lugar a dudas.
—¿Qué le habrá impulsado a éste oficial a pegarse un tiro? —preguntó Louis, sin obtener respuesta.
Pierre y los demás ya se habían alejado a la  búsqueda de más heridos.


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